AGOSTO 3
Este diario debe registrar también cosas desagradables. Ayer volvió a mi despacho el señor Gálvez y me propuso de nuevo su turbio negocio. Estoy indignado. Se atrevió a mejorar su primera oferta casi al doble con tal de que yo consienta en poner mi profesión al servicio de su rapiña.
¡Toda una familia despojada de su patrimonio si yo acepto un puñado de dinero! No, señor Gálvez. No soy yo la persona que usted necesita. Me niego resueltamente y el usurero se marcha pidiéndome una reserva absoluta sobre el particular.
¡Y pensar que el señor Gálvez pertenece a nuestra Junta! Yo poseo un pequeño capital (no es nada comparado con el de Virginia), hecho a base de sacrificios, centavo sobre centavo, pero jamás consentiré en aumentarlo de un modo indecoroso.
Por lo demás, ha sido éste un buen día y durante él he demostrado que soy capaz de cumplir con mis propósitos: ser con Pedro un jefe considerado.
AGOSTO 10
Sexto aniversario del fallecimiento del esposo de Virginia.
Ella ha tenido la gentileza de invitarme a su visita al cementerio.
La tumba está cubierta por un monumento artístico y costoso. Representa una mujer sentada, llorando sobre una lápida de mármol que mantiene su regazo.
Encontramos el prado que rodea la tumba invadido por yerbajos. Nos ocupamos en arrancarlos y yo conseguí clavarme una espina en un dedo durante la piadosa tarea.
Ya para volvernos descubrí al pie del monumento esta bella inscripción: Hizo el bien mientras vivió, que decido tomar como divisa.
¡Hacer el bien, hermosa labor hoy casi abandonada por los hombres!
Volvemos ya tarde del cementerio y caminamos en silencio.
AGOSTO 30
Uno planea las cosas pero Dios las decide. Esta mañana, cuando me disponía a salir en busca del señor Cura, me he visto detenido en la puerta de mi oficina. Nada menos que por la señorita elegida para el empleo.
Sólo he necesitado volver a mirar su rostro para decidirme a darle el trabajo. Es un rostro que expresa el sufrimiento.
La señorita María aparenta por lo menos cinco años más de los que tiene. Es triste contemplar su cara, marchita antes de tiempo. Sus ojos afiebrados dan cuenta de las noches pasadas en la costura. ¡Si hasta podría perderlos! (En este momento me duele recordar las palabras de Virginia.)
Le digo a la señorita que vuelva mañana, que quizá pueda emplearla. Ella lo agradece y antes de marcharse me dice: ¡Ojalá pueda usted ayudarme..!
Estas palabras son simples, sencillas, hasta vulgares. No obstante, al meditarlas, decido que puedo ayudarla, que debo ayudarla.
SEPTIEMBRE 7
Me ha ocurrido un pequeño pero significativo desastre. No hay más remedio que aceptarlo.
Con el objeto de distraerme un poco y aligerar la digestión, emprendí un breve paseo al terminar la comida. Me alejé más de lo necesario, y hallándome en las afueras me sorprendió la lluvia. Como no era fuerte regresé poco a poco sin preocuparme. Cuando me faltaban dos calles para llegar a mi casa, arreció de tal modo que me bañe de pies a cabeza.
¡Y mi flamante sombrero! Cuando después de ponerlo a secar fui a buscarlo, lo hallé convertido en una bolsa informe y rebelde que se resistió a entrar en mi cabeza.
Tuve que sustituirlo por mi viejo sombrero, que ha soportado soles y lluvias por más de tres años.
NOVIEMBRE 9
Algo grave ocurre a mi alrededor. Ayer apenas si sospechaba nada. Hoy, mi tranquilidad está destruida.
Juraría que hay algo en torno mío, que algún acontecimiento desconocido me sitúa de pronto en el centro de la expectación genera. Siento que a mi paso por las calles levanto una nube de curiosidad, que luego se deshace a mis espaldas en lluvia de comentarios malévolos. Y no es por mi matrimonio, eso lo sabe todo el mundo y a nadie interesa. No, esto es otra cosa y creo que la tormenta se ha desatado hoy mismo, durante la Misa Mayor, a la que tengo la costumbre de asistir. Ayer todavía disfrutaba de paz y hacía cálculos.
Ahora…
Me vine de la iglesia casi huyendo, perseguido por las miradas, y aquí estoy desde hace horas preguntándome la causa de tal malevolencia. No he tenido el valor de salir ya a la calle.
Bueno, ¿acaso no tengo la conciencia tranquila? ¿He robado? ¿He asesinado? Puedo dormir en calma. Mi vida está limpia como un espejo.
NOVIEMBRE 10
¡Qué día, Dios mío, qué día!
Me levanto temprano, después de un desvelo casi absoluto, y me marcho a la oficina un poco antes de la hora acostumbrada. En el trayecto, caen otra vez sobre mí las miradas maliciosas. Creo perder la cabeza. Ya en el despacho me tranquilizo un poco. Estoy a cubierto y elaboro un plan de investigación.
De pronto, la puerta se abre bruscamente y penetra una señorita María que me cuesta trabajo reconocer. Viene sin aliento, como el que huye de un gran peligro y se refugia en la primera puerta que cede a su paso. Su rostro está más pálido que nunca y las orejas invaden su palidez como dos manchas de muerte.
Las sostengo en mis brazos y la hago sentarse. Estoy trastornado. Ella me mira intensamente a los ojos y rompe a llorar.
Llora con violencia, como quien cede a un sentimiento largo tiempo contenido y que ya no se cuida de reprimir. Su llanto me conmueve hasta tal punto que no puedo ni siquiera hablar.
Su cuerpo está convulso de sollozos, sui cabeza se estremece entre las manos húmedas y llora como si expiase las maldades del mundo.
Yo me olvido de todo y la contemplo. Recorro con la vista su cuerpo agitado y mis ojos se detienen atónitos cobre la curva de su vientre.
Mis pensamientos se trasladan de la sombra a la luz penosamente.
El vientre, apenas abultado, me va dando poco a poco todas las claves del drama.
En mi garganta aletea una exclamación que luego se resuelve en sollozo. ¡Desdichada!
La señorita María no llora ya. Su rostro está bello de una belleza inhumana y lastimera. Se mantiene silenciosa y sabe que no hay palabras en la tierra que puedan convencer a un hombre de que ella es inocente.
Sabe también que la fatalidad, el amor y la miseria no bastan para disculpar a una mujer que ha perdido su pureza.
Sabe, asimismo, que al idioma del llanto y el silencio no hay palabras humanas que puedan superarlo. Lo sabe y permanece silenciosa. Lo ha puesto todo en mi mano y espera sólo de mí.
Afuera, el mundo se bambolea, se derrumba, desaparece. El verdadero universo está en esta pieza y ha brotado lentamente de mi corazón.
No sé cuánto tiempo duró nuestro coloquio, ni cómo fue interrumpido por el lenguaje corriente. Sólo sé que María contaba conmigo hasta el final.
Poco después recibo dos cartas, póstumos mensajes del mundo que habitaba. Los polos de este mundo, Virginia y la Junta, se unen al clamor general que me imputa una ignominia.
Estas dos cartas no me producen indignación ni pena alguna; pertenecen a un pasado del cual ya nada me importa.
Me doy cuenta de que no hace falta ser culto ni instruido para comprender por qué no existe la justicia en el mundo y por qué todos renunciamos a ejercerla. Porque para ser justo se necesita acabar muchas veces con el bienestar propio.
Como yo no puedo reformar las leyes del mundo ni rehacer el corazón humano, tengo que someterme y transar. Abolir mis verdades duramente alcanzadas y devolverme al mundo por el camino de su mentira.
Voy entonces a ver al señor Cura. Esta vez no iré en busca de consejos, sino a hacer respirable el aire que necesito. A gestionar el derecho de seguir siendo hombre, aunque sea al precio de una falsedad.
NOVIEMBRE 29
Hoy, por la mañana, ha muerto el señor Gálvez, presidente interino de la Junta Moral.
Su muerte repentina ha causado profunda impresión, pues distaba de ser un viejo y tenía cierto gusto en hacer obras benéficas. (A él se debe el hermoso cancel de la parroquia.) Su reputación, no obstante, nunca se mantuvo muy limpia a causa de sus negocios de usura.
Yo mismo hice alguna vez juicios severos de su conducta y aunque tuve experiencias para cimentarlos, creo haber sido un tanto excesivo. Se le preparan solemnes funerales. Que Dios lo perdone.
NOVIEMBRE 30
Esta tarde, cuando desde la ventana de nuestra casa veíamos pasar el cortejo fúnebre del señor Gálvez, noté que el rostro de María se alteraba.
Había en él un sentimiento de dolor que preludiaba una sonrisa lejana. Finalmente, en su rostro ya sombrío, los ojos se arrasaron. Luego apoyó blandamente en mi pecho su cabeza.
¡Dios mío, Dios mío, lo perdonaré todo, lo olvidaré todo, pero déjame sentir esta alegría!
DICIEMBRE 24
Pienso en los tres pequeños miserables que vagan por la ciudad mientras me preparo a recibir un niño que también iba destinado al abandono.
Engendrados sin amor, un viento de azar ha de arrastrarlos como hojarasca, mientras que allí en el cementerio, al pie del bello monumento, una inscripción se oscurece bajo el musgo.
HIZO EL BIEN MIENTRAS VIVIÓ
Arreola, Juan José.